Confieso que leo, autobiografía del Dr. Isidoro Requena




En el 2012 la Revista Cifra Nueva publicó el relato autobiográfico del 
Dr. Isidoro Requena (Foto: Cortesía / Argenis Valera)


*Ensayo autobiográfico del Dr. Isidoro Requena Torres, miembro fundador del
Centro de Investigaciones Literarias y Lingüísticas “Mario Briceño-Irragorry”.
Finalizado: Trujillo, Diciembre-2011.
Recibido: 01 de Febrero-2012 / Aprobado: 17 de Febrero-2012.
Publicado: Revista Cifra Nueva. Julio-Diciembre 2012, No 26.
Pp: 5-12. Nueva Etapa. Trujillo, Venezuela*
*En su 48 Aniversario el Nurr, la ULA en Trujillo,
rinde homenaje póstumo al Dr. Isidoro Requena*

Aupado sobre mis años, jubilado, ¿qué hago en este momento? Me lo han preguntado amigos de acá y de lejos. Mi respuesta es: sobre todo, leo. Pero, enseguida me recuerdo de que esta tarea no es nada novedosa, sino que es lo mismo que he hecho siempre; lo que me enseñaron a hacer de pequeño.
Esto es lo que quiero contar enlazando infancia y vejez. Este texto es, pues, un relato autobiográfico, aunque esta afirmación tengo en seguida que corregirla y decir que es un texto ajeno: que la cobija con que me arropo en las noches frescas trujillanas, si bien no es robada ni prestada, sí está armada con retazos de trapos de otros. Es decir, que el texto que sigue es un relato autobiográfico y una biografía ajena; ambas versiones son verdad. Sobre lo que no hay duda es que se trata de un texto gozoso, de ninguna manera triste ni pesimista.
Nací hace 84 años en Caniles, un pueblito de montaña, de la provincia de Granada, en Andalucía, al sur de España.
A pesar de coincidir mis años de infancia con los de la guerra civil española –años de violencia extrema y de escasez de todo-, pesar del frío de meses del año, lo que me flota en la memoria es el calor humano de mi familia campesina –mis padres, mis abuelos, mis tíos...-.
De aquel pueblo recuerdo sobre todo la casa de mis abuelos maternos, trilogía de verdades mediterráneas, trigo-aceite-vino…
Recuerdo a mi abuela haciendo pan que cocía en su horno casero. A mi abuelo pisando la uva en el lagar y esperando a que fermentara el vino en la tinaja -la Gordita, de 1665-, donde habían hecho vino sus antepasados desde tiempo inmemorial.
Aprendí las primeras letras en una ciudad cercana, llamada Baza, que conserva todavía las pisadas de sus conquistadores: iberos, romanos, árabes, judíos, cristianos, renacentistas dejaron sus huellas no sólo en las piedras (La Dama de Baza en el Museo del Prado de Madrid, una diosa imponente, reliquia ibérica que data del siglo IV antes de Cristo); restos de las murallas romanas; la Alcazaba árabe; los baños de la Judería; la Iglesia Arciprestal renacentista...) sino también en las ideas y las costumbres (todavía sus calles se llaman la plaza de los Moriscos; el Barrio de la Judería; la plaza de las Tenerías... ). Y en las palabras. Tuve la suerte de un maestro excepcional obsesionado con que las palabras con las que nos expresábamos eran regalos que nos habían traído a su paso celtas, romanos, árabes...
Un día ese mismo maestro -yo tenía once años de edad- tomó entre sus manos un libro y nos dijo: muchachos, hoy vamos a empezar a leer una novela, de la cual algunos capítulos pudieron haber sido escritos, aquí, en alguna posada desaparecida de esta ciudad, a la luz de un candil o de una vela. Su autor deambulaba de pueblo en pueblo, era recaudador de impuestos; se llamaba don Miguel de Cervantes Saavedra. Y la novela, Don Quijote de la Mancha.
En esa misma ciudad, ocho años más tarde, en 1947, centenario del nacimiento de Cervantes, me premiaron –único premio literario que me han dado en mi vida- un ensayo (¿lo puedo llamar así?) titulado Los amores de don Quijote con Dulcinea del Toboso.  Yo tenía diecinueve años de edad. El premio consistió en una edición en piel con ilustraciones de Durero. Relato este hecho no por vanidad, sino para dejar testimonio de que este libro es una de las pocas cosas que me ha acompañado a lo largo de la vida, en mis diversas mudanzas y en las reiteradas podas a que se somete la biblioteca personal. Cómo me gustó otro día, muchos años después, leerle a Borges: Siempre pienso que una de las cosas felices que me han ocurrido en la vida es haber conocido a Don Quijote. La compañía de este libro durante toda la vida. Julián Marías me sintetizó la deuda mía con El Quijote: la novela es un género itinerante, real e irreal, como la vida humana; sueño y ficción, es decir, la dimensión de posibilidad es una forma de realidad. ¿Lo habré leído en Julián Marías o en Carlos Fuentes?
Siempre he tenido el hábito de la lectura. Pero en cada etapa he leído desde distinta óptica, he buscado-descubierto-encontrado vertientes diversas de las palabras, versiones múltiples y hasta encontradas de la vida.
Con el paso de los años me he vuelto muy exigente.
Mis lecturas me han sembrado una confusión terrible. ¿Qué es mejor el camino o la casa? Aunque la casa sea un autobús destruido en la guerra y abandonado a la vera de una carretera, como en Tierra sonámbula del novelista mozambiqueño Mia Couto. Recuerdo haber leído a Cervantes: el camino es mejor que la posada. Pero, en seguida, por la otra oreja me viene el susurro de Goethe –El hombre fugitivo y sin casa es inhumano- o el de Miguel Hernández -El odio se amortigua detrás de la ventana-. La casa del lenguaje. Alcé con las palabras y sus sombras – una casa ambulante de reflejos, - torre que anda, construcción de vientos, confiesa Octavio Paz. Hogar prestado, es cierto; pero único hogar en la casa del verbo, reflexiona Briceño Guerrero. Y así y aquí, Dios ha querido ahora - que tuvieras tu casa, tú, poeta, - y a tus sesenta años y al regreso - cuando ninguna casa es necesaria - (y eres tu casa tú) de cal y canto - y ya una casa no es ese cuerpo – que nos sostiene sino sólo un sitio - donde sentarse a recordar un poco - de justicia y consuelo o la materia - que le da su razón a aquella casa, pregona Ridruejo.
Inmanencia y transcendencia: camino y casa. El camino es la expresión de la transcendencia del hombre mismo (...) como imagen de la vida humana, es uno de los primitivos símbolos de la humanidad. Es la conclusión de Bollnow en Hombre y Espacio, el libro más importante del pensamiento moderno sobre la espacialidad del ser humano. La metáfora desplegó su espectro: Yo soy el camino, dijo Jesús como invitación a la aventura. Palabra clave en las filosofías orientales es la senda.
La vida como río apunta en Heráclito y después en Dante, Santa Teresa, Manrique (nuestras vidas son los ríos...), Becquer, Rubén Darío, Antonio Machado (pasar haciendo caminos -caminos sobre la mar)...
En el camino se está a la intemperie; en la casa, al abrigo. Por eso, el poeta grita: ¡Qué solo estoy, Señor; - qué solo y qué rendido – de andar a la aventura - buscando mi destino...!” Cercano el final del viaje, en el tramo último del camino, casi en el desaguadero del río, me sorprendo en el juego de niño en que Heráclito cifró la vida del adulto, me descubro frente al telar –como Penélope- tejiendo y destejiendo el mismo tejido-texto de siempre. (¿Qué otras imágenes hay para decirlo sino las fundacionales metáforas griegas?).  En resumen, estoy en lo mismo de siempre: leyendo, balbuciendo, viviendo.
¿Qué leo? Sobre todo, filosofía y literatura. ¿Pero qué filosofía? La que apunta al sentido de lo humano. Por eso, me codeo con Emmanuel Levinas, con Paul Ricoeur, con José Manuel Briceño Guerrero. ¿Pero qué literatura? Si hay una palabra –una categoría- manoseada, irrespetada, prostituída, es literatura. Colocamos esta etiqueta a toda, a casi toda escritura. Creo que hay que rescatar la autenticidad del término ¿Qué es literatura? Octavio Paz la define: un diálogo entre analogía e ironía. Todo –lo humano, la naturaleza, el misterio- es analogía, todo es metáfora de todo. Una danza vertiginosa de analogías, de invasiones constantes –entre lo divino y lo humano, entre el cosmos y la historia, entre lo particular y lo universal, entre lo individual y lo colectivo, entre lo privado y lo político...- articulan el símbolo.
Pero en un momento –prosigue Paz- surge la disonancia que se llama, en el poema: ironía, y en la vida: mortalidad. La coronación del proceso de pensar está en el enlace de lo simbólico con los motivos. De un lado, narrativas- experiencias. La experiencia personal se nutre de las experiencias ajenas; y resulta que -como recordaba Benjamin- narrar es el arte de intercambiar experiencias. El resultado es una escritura de identidades aturdida de voces otras, urdimbre de experiencias, pluralidad de textos armando un intertexto, donde la biografía personal navega en la historia colectiva. Narrar es desplegar un espacio imaginario donde puedan tener lugar experiencias de pensamiento en las que el juicio moral se ejerza desde una modalidad hipotética, nos ha recordado Ricoeur. De otro lado, el abismo sin fondo de la responsabilidad, el dar la cara frente a la vida.
¿Qué voy buscando agónicamente en mis lecturas? Lo infinito. Busco leer escritura que me transporte de lo finito a lo infinito, que bucee –como quería Novalis- lo infinito en lo finito; que descubra el universo en un grano de arena -como formulaba Willian Blake-, estar, como Pessoa, a la vez en el camino de Sintra, en el camino del sueño, en la carretera de la vida.
La infinitud, el abismo de misterio de lo humano. Y la finitud, que, por debajo de todas sus denotaciones, es –lo dice un gran testigo, el filósofo judío Levinas- la imposibilidad de escapar a lo absoluto de la conciencia.
Me han preguntado en estos días ¿Qué pienso de la vida? En 2005 la revista Concienciactiva21 me pidió que escribiera sobre el proceso identificatorio de una vida.
Creo que allí hice la radiografía de cómo pienso.
Me acompaña, libro de cabecera, Paul Ricoeur (1913-2005). Le preguntaron cómo estaba pasando su vejez. Respondió: La vivo tranquilamente. La frase que me acompaña siempre, es «estar vivo hasta la muerte». Los peligros de la ancianidad son la tristeza y el aburrimiento. La tristeza está vinculada con la obligación de abandonar muchas cosas.
Hay un trabajo de desasimiento que hay que hacer. La tristeza no es dominable pero lo que sí puede ser dominado es el consentimiento en la tristeza, lo que los Padres de la Iglesia llamaban acedia. No hay que ceder. La réplica contra el aburrimiento, es estar atento y abierto a todo lo que llega de nuevo.

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